23. Reflexiones sobre el Engarce I del Arabi

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Todo nombre es de Dios. Y quiso ver en ellos, cuyo número es incontable, su esencia. Y quiso verlo en la realidad-toda, puesto que todos los nombres conforman la realidad-toda. Claro está que lo carente de nombre no forma parte de la realidad. La realidad-toda se expresa a través de los nombres que la componen. Ahora bien, la realidad toda está enmarcada en la existencia toda, pues no todo lo que existe lleva nombre. Todos los nombres son en la realidad, la realidad es en la existencia. La existencia es manifestada por Él mismo para revelar su propio secreto a sí mismo. Así como el Acto sirve a la Potencia para su manifestación, la existencia sirve a Dios para su manifestación. 
Para manifestar su secreto a sí mismo hubo de manifestarse en la existencia, dentro de la cual es manifestada la realidad, la cual está formada por los nombres que la componen, para poder Él revelar por si mismo su secreto a sí mismo en los nombres.

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El quiso ver su esencia en sus nombres, ya que los nombres son de Dios. De ahí, todo lo que es nombrable es de Dios y en aquello quiso ver su esencia; en un ser que encerrara la realidad-total. Aquí no existe una distinción entre ser como entidad animada y ser como entidad inanimada. Es tanto «ser» una persona como la mesa. Ser es «lo que aparece». La realidad-total es todo aquello que es nombrable, y está cualificada[1] por la existencia-total. Todo lo que hay, lo que es, cualifica a la realidad-total, la cual encierra en su ser todos los nombres. El despliegue de Dios es la manifestación de su propio secreto a sí mismo.  
Aquí estamos en la lógica del uno, lo uno que se manifiesta a sí mismo, se despliega, para reconocerse a si mismo por sí mismo. Cuando nosotros pensamos en los términos que buscan trascender el dualismo, nos pasa que logramos llegar a lo uno, pero no nos es posible pensar a partir de ahí. Ibn Arabi parte en el primer párrafo, del primer capítulo, de lo uno sin salirse nunca de ahí. Nuestra adherencia a la lógica lineal apenas nos permite acabar en lo uno. El Arabi se embarca en el desafío, y nos transmitirá mucha sabiduría sobre nuestros temas, siempre desde imágenes que se burlan de la lógica procedente de la fe materialista al tiempo que la utiliza con una precisión que trasciende la gramática. Esto es lo más maravilloso de la forma de expresión del Arabi. 
En síntesis: la crítica sobre la dualidad acaba en lo uno y, con ello, todo argumento. No tarda en llegar la pregunta, lanzada sobre tantos místicos: ¿Y ahora cómo seguimos? ¿Cómo cocino papas fritas con un estado de percepción centrado en lo Uno? ¿Cómo puedo operar sin salirme del uno? Y eso será lo que el sufí intentará resolver, sin caer en recetarios yankis. 
La lectura de esta obra es dura, seca, fría; su peculiar lógica y coherencia es potente y construye párrafo a párrafo una monumental y sólida mirada espiritual. Se despliega lentamente, conforme avanzamos engarce por engarce, hasta una complejidad que para ser captada el intelecto, tal como lo conocemos, debe abandonar mucha materia de la mentalidad que le atraviesa. 

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Puesto que Dios quiso verse a sí mismo en sus nombres, así ha traído el mundo a la existencia, el cual no sería otra cosa que un espejo no bruñido de Él mismo. Está en la naturaleza misma de la Orden divina no disponer nunca de un receptáculo si no es aquél que sea capaz de reflejar lo divino, aquél que sea capaz de acoger lo divino, aquél que sea capaz de recibir lo divino, aquél que sea capaz de ser insuflado por lo divino. En síntesis, toda la manifestación es susceptible de reflejar a Dios, esta es la predisposición inherente a toda forma así dispuesta. La predisposición de todas las cosas que se hallan en la existencia es la de reflejar al espíritu divino. Todas sus manifestaciones son compatibles a Él porque de Él parten. 
Si todo es «receptáculos para lo divino», entonces no hay más que un receptáculo que es el todo. La Orden, la cual implica no disponer nunca armoniosamente de un receptáculo si no es para acoger un espíritu divino, forma parte de Él en su comienzo y en su fin, y a Él es conducida la Orden. Es así que todo tiene en Él su origen. Claramente esto evoca los movimientos de la potencia al acto y del acto a la potencia, significando, no a la potencia con Dios sino, al movimiento mismo de uno en otro y viceversa. El acto como manifestación tiene su origen en la potencia y tiene su fin en la potencia, pero lo mismo se puede decir del acto para el cual la potencia tiene si origen y su fin. El acto es la manifestación de la potencia, así como la potencia es la intención del acto.
¿Es posible ver el límite de un espejo, su superficie, al contemplarlo? Es posible si tenemos referencia, la pared donde esté montado el espejo será dicha referencia, de lo contrario no es posible. Si ubicas un espejo adelante y detrás de la mirada, la replicación sería infinita, ¿dónde acaso acaba ello? 
¿Y si el espejo tuviese autoconsciencia desearía pulirse a sí mismo para reflejar otro que no es él, aunque ese otro también lo refleje a él mismo? La negativa de la conciencia hacia ello parte de dicha pregunta. 
En el espejo pulido hay vacío de sí y plenitud de lo otro, donde a su vez se manifiesta vacío de sí y plenitud de lo otro, así es como el mundo se hace uno en la mente sufi. Llevado a la relación entre unos y los otros, es evidente como en el sufi uno puede encontrarse a uno ¿Acaso no es lo que todos buscan en la relación con otros? Encontrarse allí a sí mismos. Lo mismo sucede para el sufi, ¿Para qué va a mirarse a él cuando se encuentra en el espejo del otro? Sustrayendo, si es posible, sólo este pensamiento y aplicarlo como modo de vida anula por completo la comparación que tanto estrés produce al cerebro, liberando energía para dedicar a cosas más productivas. ¿Cuál fe materialista eres capaz de contraponer a este argumento tan concreto?
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[1] O especialmente preparada.

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